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San José

EL CARPINTERO-HERRERO DE NAZARET
El oficio de carpintero-herrero de una aldea que hace un poco de todo y que conoce a todo el mundo, fue el de Jesús y de su padre. «¿De dónde le viene a éste todo esto?... ¿No es éste el carpintero, el hijo de María...?», dice la gente de Nazaret según el evangelio de Marcos (Mc 6,3). En Mateo se dice de manera un poco distinta: «¿De dónde le viene a éste esa sabiduría y esos poderes milagrosos? ¿No es éste el hijo del carpintero?» (Mt 13,54-55). Según Marcos, por tanto, el propio Jesús es conocido como carpintero-herrero. Según Mateo el carpintero-herrero era su padre, del que no se dice el nombre.
En el evangelio de Lucas, en cambio, en la descripción de la misma escena, no se habla del oficio, por el contrario se menciona el nombre: «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4,22).
José de Nazaret: a su lado, trabajando con él, Jesús se irá haciendo hombre. Con él debió ir por las casas para cumplir los encargos. Con él debió sudar mientras se adiestraba en el manejo de las herramientas. Con él debió irse con frecuencia a Séforis, ciudad a 45 minutos de Nazaret y capital de la región, para comprar materiales, respirar novedades y ensanchar horizontes. Con él bajó a Cafarnaún, la principal ciudad del lago o quizás, incluso, pasaba allí temporadas trabajando, como explica uno de los evangelios apócrifos. Con él, también, debía ir todos los sábados a la sinagoga y, por lo menos una vez al año, para la Pascua, subiría a Jerusalén. Cuando se marche de casa para empezar su predicación, uno de sus primeros discípulos, Felipe, lo presentará así: «Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en el libro de la Ley, y del que hablaron también los profetas: es Jesús, hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1,44).
José de Nazaret aparece en el relato evangélico siendo un hombre joven, a punto de casarse con una muchacha llamada María. ¿Y antes? Es curioso: de María todo el mundo conoce el nombre de sus padres, Joaquín y Ana, cuando en realidad no aparecen en los evangelios, sino que son fruto de la tradición. En cambio, de José nadie recuerda el nombre de sus padres, aunque en este caso sí los mencionan los evangelios. El problema, sin embargo, es que el padre de José aparece con dos nombres distintos: según Mateo, «Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús» (Mt 1,16). Según Lucas, «Jesús, en opinión de la gente, era el hijo de José, que a su vez lo era de Helí» (Lc 3,23). Pues Jacob o Helí. Algún escritor antiguo dijo que Jacob y Helí eran hermanos y, por la “ley del levirato” (Dt 25,5-6), uno era el padre biológico y otro el legal... Pero a ciencia cierta no podemos saber nada al respecto.
Se llamase como se llamase su padre, de todos modos, lo que sí se vivía en aquella familia era el honor de saberse descendientes de David, el gran rey, el que representaba para los israelitas la esperanza de la renovación y el renacimiento nacional. Del linaje de David debía surgir un nuevo enviado de Dios que reconstruiría aquel pueblo destrozado. A José, desde luego, poco le quedaba de las glorias del antiguo rey. Ni vivía en los lugares en los que más presentes estaban las tradiciones religiosas y nacionales: en algún momento, quién sabe cuándo, su familia había tenido que desplazarse al norte, a aquella región medio pagana de Galilea. Ni puede exhibir ningún tipo de poder que recuerde aquella antigua realeza. Poco le quedaba de todo aquello. Pero sí le quedaba la conciencia de ser descendiente del gran rey. Le quedaba el alma del linaje más significativo. Como todos los buenos israelitas, el recuerdo de la antigua historia y las promesas de Dios, repetidas una y otra vez, su proclamación en la reunión de cada sábado en la sinagoga, su celebración en las solemnes peregrinaciones a Jerusalén, sin duda hacían mella en él. Encendían en su corazón el convencimiento de la fe en la Palabra de Dios y la fuerza de la esperanza en las Promesas. Pero si, además, a todo esto se unía el saberse descendiente de aquel que más plenamente significaba los lazos de Dios con su pueblo, no cabe duda que todo se volvía entonces mucho más intenso: esa fe y esa esperanza se fortalecían aún más, se introducían en sus fibras más íntimas.
José es un hombre que cree, que espera, que confía. Y convierte esa fe y esa esperanza en realidad diaria: el evangelio, para definirlo, nos dice que era un hombre al que le salía de dentro ser bueno, porque justo.

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